AVENTURA URBANA


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Hace varios años en Cabana, una villa serrana con perfume a hierbas y salpicada por dos arroyitos, se vivía una aventura cotidiana.
Se trataba de la vida interior de un vehículo asombroso. Cuando llovía era blanco y desde lejos se adivinaba su existencia. Lo llamaban el Himno Nacional por el ruido a rotas cadenas que hacía al llegar, siempre que llegara. Entonces se escalaban los peldaños hacia un interior descalzo de alfombras, vidrios inquietos y muchas evocaciones bordadas en los asientos movedizos.
Durante el trayecto, enredadas en las bolsas de compras se oían historias personales, de otros y aquellas cuyo enunciado era, “Esto queda entre nosotras…”
Al medio día se enlataban empujones, codazos y mochilazos. Como madre paciente los esperaba como lo había hecho con varias generaciones.
Como él sabía las necesidades económicas de su gente, permitía trasladar cualquier cosa: marcos de ventanas, piletas de lavar, todo tipo de herramientas y hasta la presencia de un inodoro, que al ocupar un lugar de preferencia, llevó al pasaje a pensar si se trataba de una mejora en el servicio o era el lugar destinado al inspector.
Este cubículo no viajaba a la deriva, lo conducía una gran oreja que se ocupaba, primero de llegar y después de escuchar las cuitas de todo el mundo.
Además de ser depositaria de los desahogos solitarios y chicos de jardín, llevaba noticias boca a boca durante el recorrido. A veces algunas encomiendas eran tan frágiles que cambiaban su estado en el camino. Pasaban a ser tortilla antes de tiempo.
Muchas veces el cubículo contorneaba su cintura y no era que bailara cuarteto sino que llovía y como adentro también llovía, la gente se abrazaba en los rincones.
Hubo un día de luto en la villa, la tristeza transportó a los viajeros que pudieron ver, a la vera del camino, las chatarras abandonadas de aquellos COLECTIVOS URBANOS DE CABANA.

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